Me refiero aquí tan sólo al matrimonio heterosexual, ya se haya producido por lo civil o por lo religioso. El matrimonio homosexual merecería un estudio aparte, no menos interesante que éste.
La cuestión sobre si el matrimonio es algo que acaba estropeando el sexo, o es antitético con él, está siempre de actualidad.
Encontramos a menudo también tópicos como el de las ‘mujeres casadas insatisfechas’, aprovechado como reclamo en muchos anuncios para sexo de pago. Un reclamo que despierta el instinto protector, dominante y oportunista de muchos hombres. Por cierto que el de protección es un instinto que influye poderosamente a muchos hombres a comprometerse y, luego, al matrimonio. O eso parece. Por lo mismo también algunas mujeres, aun no siéndolo, ‘juegan’ a mostrarse vulnerables para asegurarse su atracción. También las mujeres son protectoras, claro, pero el instinto maternal que les subyace tiene diferentes rasgos del instinto protector masculino.
El chimpancé o gorila macho, líder de su grupo, al que se ve con un harén de varias hembras y éstas con sus crías,
es poco probable que se guíe únicamente por instinto protector, más bien por una mezcla de éste más un deseo de mantener su elevado estatus.
Estatus que ha conseguido enfrentándose a otros machos, pero que mantiene e incrementa justo por el hecho de sentirse capaz de acarrear a esas hembras con sus crías. Hagamos ahora una traslación a los ‘machos’ humanos y preguntémonos: ¿son tan diferentes a ésto? El emparejamiento entre humanos -que ha pasado a ritualizarse e institucionalizarse y se ha hecho monógamo- ¿tiene que ver todavía con esa mezcla de instinto de protección y estatus social?
¿Y qué ocurre concretamente con el sexo?
Una vez establecido el vínculo matrimonial, se ha constatado que, con el tiempo, tiende a decrecer el deseo sexual entre los cónyuges, especialmente si hay hijos de por medio.
Pero ¿decrece más en la mujer o en el hombre? Difícil responder a esto. Probablemente en la misma medida, sólo que por razones diferentes. Algunas crisis de pareja, o puntos de inflexión como el nacimiento de uno o más hijos, suelen revelar la verdad: si el vínculo del hombre hacia la mujer se basaba más en el desahogo sexual y en la adquisición o mejora de un estatus social, que en un instinto de protección basado en el afecto, el deseo sexual menguará. Si el vínculo de la mujer se basaba demasiado en la consecución de una seguridad material –lo que hasta cierto punto es lícito, pues por simple diseño psicobiológico necesita esta seguridad para gestar y criar a los hijos-, habrá escogido necesariamente mal a su cónyuge –las habilidades de éste no destacarán precisamente en lo afectivo-, y el deseo sexual también menguará. Y
no olvidemos que el deseo sexual necesita de mucha admiración hacia la otra persona, en todas sus facetas, y de un cierto respeto, ‘misterio’ e igualmente admiración procedentes de esa persona.
Podemos hallar en todo esto razones sociales o educacionales, pero destacan claramente las biológicas o instintivas.
Hablando de instintos, está muy claro que hombres y mujeres muestran variaciones importantes en su forma de ser, de pensar y de sentir. Mientras que el hombre es competitivo, dominante, jerárquico, oportunista, ve antes la parte que el todo, es más sensible a los estímulos visuales y tiene un mayor dominio del espacio que le rodea, la mujer, en cambio, es cooperativa, emocional, conservadora, ve antes el todo que la parte, es sensible a una gama de estímulos más amplia que la meramente visual, y tiene un menor dominio de las situaciones espaciales. Por tales condicionantes biológicos y fisiológicos,
la mujer está mejor preparada para el compromiso, pero a la vez, debido al condicionante de la maternidad, recae en ella una enorme presión bioevolutiva –mucho mayor que en el hombre- para no equivocarse al elegir al ‘macho’ más adecuado.
El predominio ancestral de los valores patriarcales, que han buscado potenciar algunos de los mencionados instintos y rasgos de la mujer, para mantenerla convenientemente reducida al ámbito doméstico o familiar, puede llevarnos a engaño: ni es ella la única causante de la pérdida del deseo, ni es tampoco la que menos necesita actividad o desahogo sexual.
El tópico ‘la mujer da sexo para recibir amor, y el hombre amor para recibir sexo’ parece tristemente haberse cumplido a menudo, pero ha sido debido a esa imposición patriarcal.
Confinando a la mujer a la reproducción y al hogar, el hombre ha buscado asegurarse su estatus y, a menudo, su libertad sexual. La doble moral es sin duda un invento masculino. ¿Por qué tantos hombres todavía hoy piensan que sus mujeres se han vuelto ‘frígidas’, o que son las responsables de la falta de deseo? Porque ellos nunca se han visto del todo obstaculizados para seguir recibiendo favores sexuales, de otras mujeres cuando lo han necesitado y éstas han estado disponibles –de ahí el auge de la prostitución, el ‘oficio más antiguo de la civilización’, o la institucionalización en algunas culturas de la figura de la amante-.
El apoyo mútuo afectivo y, en general, los ideales de amor romántico, son cosas bastante recientes, más que en la Evolución, en la historia de la civilización humana.
Son también ideas propias de la sociedad industrial y postindustrial de Occidente, que no han calado en muchísimas otras regiones del planeta, por lo que no pueden considerarse como bases universales del matrimonio, el cual sí que es una institución universal (presente en prácticamente todas las sociedades humanas). Quizá deban considerarse un experimento, o una posibilidad de desarrollo cultural, pues comporta -en lo que aquí nos interesa- la potencialidad de que algunos individuos humanos, emparejados o que se han ‘contratado’ en matrimonio, se elijan en base a valores y rasgos cada vez más alejados de los puramente instintivos, y de que se llegue a observar que, incluso en tales situaciones y aun con el paso de los años, el goce de la sexualidad en común se mantenga intenso y satisfactorio.
Por supuesto,
mientras esto no suceda, todo lo expuesto anteriormente, todos los estudios competentes y ceintíficos, indicios, testimonios, experiencias y observaciones personales, siguen llevando a la conclusión de que el matrimonio y el ‘buen’ sexo tienen poco que ver.
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